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Siempre me ha parecido fascinante como nos subyuga en la gran pantalla el mal. El mal como atracción que sublima nuestros más bajos pensamientos, los que nos arrastran a sensaciones y sentimientos que desconcertantemente nos houseofcards_Season 1acompañan, nos vigilan, nos acechan.

Por ello el 7º Arte ha sabido explotar narrativamente con su formato arrollador, lo que durante siglos hizo la literatura; y lo que es peor: hacerlo atractivo, poderoso, intrigante, deseable.

No voy a realizar un ensayo sobre el cine y el mal, se han hecho muchos y muy interesantes; pero todavía recuerdo con inquietud como me turbó el papel de Anthony Hopkins en El Silencio de los Corderos. El guión de Ted Tally, y el virtuosismo de Jonathan Demme, construyeron un personaje sin aristas, el arquetipo del monstruo humano perfecto, una perfección monstruosa, la imagen alterada del espejo en el que intentamos no reconocernos. Pero en este caso el personaje es un psicópata caníbal, un oxímoron de un ser humano normal, el némesis llamado Hannibal Lecter.

El mal que nos asusta es otro…

Y es que la banalidad del mal es lo que más nos aterra, lo que nos confunde, lo que nos enerva. Su cotidianidad, su proximidad, su indetección.

El año pasado Netflix nos daba una gratísima sorpresa con la reactualización de una magnífica serie de la BBC, House of Cards: el ascenso político de un turbio jefe del Partido Conservador británico, protagonizado por un magnífico Ian Richardson, en el papel de Francis Urquhart. La serie es soberbia, pero el reboot que David Fincher nos ha dejado para la posteridad en su versión americana, es fantástica.

¿Por qué? Porque en la serie británica el papel de Urquhart es odioso desde el primer minuto, pero en la versión de Fincher, el papel de Kevin Spacey en la piel de Francis Underwood, es justo lo contrario: te seduce, se muestra, te Francis Underwoodhabla a la cara (como el otro) y no te miente, te dice lo rastrero, manipulador y asesino que puede llegar a ser. Con un hambre de poder que trivializa las relaciones humanas, al servicio de un único propósito: el poder por el poder. Esa y no otra es la premisa que lleva justificar cada uno de sus pasos, y lo peor, es lo que TÚ esperas. Esa perversidad, esa banalización del mal (parafraseando a Hannah Arednt) es la que le da esta especial pátina, a esta brillante producción.

La serie atrae y repele a partes iguales, en lo que a su patrón moral respecta, pero está perfectamente ejecutada e interpretada. El tándem Spacey/Robin Wright brilla durante las dos primeras temporadas iniciales y nos fascina. La secuencia final de la Segunda Temporada es un hito de lo que puede deparar la tercera. Conseguido el principal propósito en la vida de Underwood, da miedo pensar que puede hacer ocupando el despacho que ocupa en el último capítulo de la segunda temporada. Dicho esto, lo que queda puede ser un ensayo televisivo sobre la mencionada banalización del mal y sus repercusiones en nuestra sociedad.

¿O quizá no se trata de un ensayo televisivo y nosotros ya somos extras obligatorios de un montaje real con los argumentos y perfiles mostrados en la Serie?

Aparte de esto, termino con algo digno de mención. La ejecución técnica y artística de la serie es de primer nivel, pero desde el primer momento hubo algo que me fascinó: los títulos de crédito. Unos títulos de crédito que nos recuerdan lo fugaz del éxito y del poder, lo que viene se va, y ello como leit motiv constante de cada capítulo. La fuerza cautivadora de esas imágenes a cámara rápida de los símbolos del poder político de Washington D.C. en un entorno acelerado, infoxicado, no son una invención de Fincher o sus colaboradores; fue la invención del granadino José Val del Omar, y siempre nos quedará la duda de hasta dónde ha llegado la influencia de este genial creador al que tanto le debe el cine moderno.