Aclaración inicial: soy un gran fan de Alex de la Iglesia. Lo considero un autor que entiende como nadie el pulso narrativo cinematográfico y que se aleja de los clichés del cine patrio, pero en esta ocasión me ha dejado con la sensación de que algo falla, a pesar de la promesa de una historia redonda. Otra cuestión: me da pudor (y terror) juzgar el trabajo creativo de un autor, pero también llevo un pequeño crítico que aparece cuando alguien a quien admiro nos entrega algo que con tanto esfuerzo ha creado.
La cuestión es la siguiente: ¿pretendía Alex hacer un homenaje de referencias cinéfilas sobre los miedos de la sociedad actual o hacer una crítica de los tiempos actuales?
Tengo dudas, pero a pesar de un montaje afortunado y de una producción redonda, te vas pensando que falta algo, ¿intención inicial o resultado no buscado?
Que el film es un homenaje a las historias de su (nuestro) querido maestro Chicho Ibañez Serrador, está claro; por no hablar de ese déjà vu a «El ángel exterminador» de Buñuel. No hablo de plagio (ni de lejos), sino de homenaje referencial. La idea original de esta película, parte de una experiencia personal que tuvo un día en un bar que frecuenta en Malasaña con su inseparable Jorge Guerricaechevarría, como ha repetido en cada entrevista que ha dado. Ese es el gran punto de partida: cómo nuestra cotidianidad puede devenir en la peor de nuestras pesadillas, infladas por la infoxicación y la aceleración de nuestras vidas (re)presentadas en el medio digital.
Este ejercicio cinematográfico no es sino una explicación de los terrores que la pospolítica ha llevado al terreno social. La posverdad, como herramienta de la pospolítica, se apodera de cada rincón, calle, plaza o ciudad de nuestra sociedad. En este caso, es un ejercicio paroxístico de esos miedos que anidan dentro de nosotros, que emergen como terrores internos: el miedo a ser manipulados y engañados, pero sin llegar a asimilar completamente que a la vez somos instrumentos de esa posverdad. La aceleración de nuestra sociedad y el efecto conspiranoico que conlleva, nos hace instrumentos fáciles de esa posverdad que nos acecha, y que se ha hecho verbo en los EEUU. Se culpa siempre a grandes engaños de los poderosos, con numerosas tapaderas, para ocultar todo tipo de acciones escabrosas. La realidad es peor, está a golpe de un tuit, como hace el POTUS todos los días, negando lo que meses antes defendía: ya no son necesarias las cortinas de humo (los neumáticos del film, como metáfora de las mismas), son necesarios nuestros tuits, amplificados por los medios de comunicación; para dar carta de naturalidad a lo que no lo es.
[Alerta SPOILER]
El plano secuencia final de la protagonista, emergiendo de la «oscuridad» en la que ha experimentado lo peor de nosotros mismos, para acceder a la «¿luz?», donde el oxímoron social que se plantea se funde. No existe ya lo extraño, lo incorporamos con naturalidad, poniéndonos en la peor explicación posible para no dejarnos impresionar, para naturalizar el «otro» sin que nos de miedo (aterrándonos igualmente).
El «dispositivo» de lo social, triunfa, gracias a los «artefactos» sociales que construimos ordenada y disciplinadamente, mientras creemos que nos manejan a su antojo (no nos fuerzan, lo hacemos ya voluntariamente). El «otro» no lo encajamos en la realidad, la «otroridad» solo existe en el plano digital.
Agamben tenía razón, solo me queda pensar que Alex ha querido hacer una aportación consciente o inconscientemente, a este relato. Un aviso de que o aceptamos al «otro» como necesidad social para avanzar como sociedad, o el futuro sea aún más siniestro.
La posverdad es la amenaza más siniestra a la que la sociedad tiene que hacer frente, o conseguirá esclavizarnos, sumergirnos en «su» oscuridad. De eso creo que trata «El Bar», una película con una clara firma que no renuncia al entretenimiento de lo que es cine, pero con una clara pátina de reivindicación social.
Es solo una opinión, solo eso…